16 octubre 2009








Vibra el silencio como un misterio infinito en las montañas. Se
despoja de las inquietudes de los tenues personajes que la deambulan, dejando un vacío incongruente.
La soledad se refleja en los fantasmas del silencio, duerme en el rostro de las pequeñas angustias desparramadas, como un sol que no quiere dejar el día extinguido.
Ellos desnudan su aparente corazón piadoso, hasta quedar exhaustos en medio del comienzo de cada día. En ese momento de pausa, se inundan los cuerpos de los niños desenterrados de la insidiosa necesidad de vivir, que se mueven con ganas de ser perdonados por el espíritu de la montaña que los acuna. Y los recibe en su seno cordial y áspero a la vez. Temen no recibir el miedo natural del hombre, de la congoja ante la muerte, de las repetidas resurrecciones que, como un viento que no debe morir, se instalan en las sábanas de las costumbres humanas.
Y en las que meditamos desde nuestro incierto camino, desde el nacimiento de la primer sombra.
El silencio pende su grito de la garganta de cada mujer que espera la llegada de su hijo. Verterá sangre de la misma fuente, forjada en la esperanza de tocar al llamador universal que cuelga desde el cielo.
Hay una comodidad en la supuesta quietud del silencio, del antiguo movimiento de las agujas del reloj, de las gotas de lluvia sobre las techos humildes. En ese lugar existe cada futuro hombre. Y cada futuro hombre libera su pecho en dos perfectas mitades para que la soledad, ahora presente, siempre nueva, extraiga la pulpa de esos pares de frutos, para pesarlos en la balanza del Dios que se vislumbra en las estrellas.
En esa inmensidad apesadumbrada y espectral. En ese saber que la ignorancia y el deseo por el último interrogante nos iguala.
Y al mismo tiempo, nos hace imaginar ser una voz apasionada que puede decir al oído, con la mano como un gran muro para que el sonido no se pierda, hay un silencio que escucho, en la vida sufriente que renace.

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